Por Por Sherwood Anderson
El escritor, un anciano de bigote blanco, se metió en la cama con dificultad. Las ventanas de la casa en que vivía eran muy altas y él quería ver los árboles cuando se despertaba por la mañana. Vino un carpintero para arreglarle la cama y dejarla a la altura de la ventana.
Se organizó un buen revuelo con aquello. El carpintero, que había sido soldado en la Guerra Civil, entró en la habitación del escritor y le propuso construir una tarima para elevar la cama. El escritor tenía unos cigarros por ahí y el carpintero se puso a fumar.
Los dos discutieron un rato sobre el modo de elevar la cama y luego hablaron de otras cosas. El soldado sacó la guerra a colación. De hecho, el escritor le empujó a hacerlo. El carpintero había estado en la prisión de Andersonville y había perdido a un hermano. El hermano había muerto de hambre y siempre que el carpintero hablaba de ello se echaba a llorar. Al igual que el anciano escritor, tenía el bigote blanco y, cuando lloraba, fruncía los labios y el bigote se movía arriba y abajo. Aquel anciano lloroso con un cigarro en la boca resultaba ridículo. Al final, olvidaron el modo en que el escritor había pensado elevar la cama y el carpintero acabó haciéndolo a su manera y el escritor, que pasaba de los sesenta años, tenía que ayudarse de una silla para meterse en la cama por las noches.
En la cama el escritor se tumbó sobre un costado y se quedó quieto. Hacía muchos años que le preocupaba el estado de su corazón. Era un fumador empedernido y tenía palpitaciones. Se le había metido en la cabeza que un día moriría de forma repentina y al acostarse siempre le acometía aquella idea. No tenía miedo. En realidad, surtía en él un efecto raro y difícil de explicar. Se sentía más vivo, allí en la cama, que en cualquier otro momento del día. Yacía totalmente inmóvil y su cuerpo era viejo y ya no servía de mucho, pero algo en su interior seguía siendo joven. Era como una mujer encinta, sólo que lo que llevaba en su seno no era un bebé sino un joven. No, no era un joven: era una mujer, joven y vestida con una cota de malla como la de un caballero andante. Aunque, en realidad, es absurdo tratar de explicar lo que el anciano escritor llevaba dentro mientras estaba tumbado en su cama elevada y escuchaba las palpitaciones de su corazón. Lo que de verdad importa es saber lo que pensaba el escritor, o aquel ser joven que había en su interior.
El anciano escritor, igual que le ocurre a todo el mundo, había pensado muchas cosas a lo largo de su longeva vida. En sus tiempos había sido bastante apuesto y varias mujeres se habían enamorado de él. Y, por supuesto, había conocido a gente, mucha gente. Y, por supuesto, había conocido de un modo particulamente íntimo, distinto del modo en que usted o yo conocemos a la gente. Al menos eso creía el anciano escritor y la idea le gustaba. ¿Por qué discutir con un viejo cerca de lo que cree lo deja de creer?
En la cama el escritor tuvo un sueño que no era un sueño. A medida que se iba quedando dormido, aunque todavía despierto, empezaron a aparecer figuras ante sus ojos. Pensó que aquel ser joven e imposible de describir que llevaba dentro estaba haciendo desfilar una larga procesión de figuras ante sus ojos.
Lo interesante de esto radica en las figuras que pasaron ante los ojos del escritor. Eran todas grotescas. Todos los hombres y mujeres que el escritor había conocido en su vida se habían vuelto grotescos.
No todos eran horribles. Algunos eran graciosos, otros casi hermosos y uno, una mujer que parecía muy desmejorada, impresionó mucho al anciano por lo grotesca que era. Cuando la vio pasar soltó un ruido como el gañido de un perrito. Cualquiera que hubiese entrado en ese momento en la habitación habría pensado que el anciano tenía una pesadilla o sufría tal vez de indigestión.
A lo largo de una hora, la procesión de personajes grotescos desfiló ante los ojos del anciano, y luego, aunque le costara un gran esfuerzo hacerlo, salió a rastras de la cama y empezó a escribir. Varios de aquellos seres grotescos le habían causado una impresión muy profunda y quería describirla.
El escritor estuvo una hora trabajando en su mesa. Al final escribió un libro que llamó El libro de lo grotesco. Nunca llegó a publicarse, pero yo tuve ocasión de leerlo una vez y dejó una huella indeleble en mi imaginación. El libro tenía una idea central que resulta un tanto extraña y que no he olvidado jamás. Recordándola, he podido comprender a mucha gente y muchas cosas que antes me habían resultado incomprensibles. Era una idea complicada, pero se podría explicar de forma sencilla más o menos así:
Al principio, cuando el mundo era joven, había una enorme cantidad de ideas, pero no eso que llamamos una verdad. Fue el hombre quien hizo las verdades y cada una de ellas consistía en una mezcla de varios pensamientos más o menos vagos. Las verdades se extendieron por todo el mundo y todas eran hermosas.
Y luego apareció la gente. A medida que fueron llegando, cada cual se apropió de una verdad y algunos que eran más fuertes se apropiaron de una docena de ellas.
Lo que volvía grotesca a la gente eran las verdades. El anciano tenía una teoría muy elaborada al respecto. En su opinión, siempre que alguien se apropiaba de una verdad, la llamaba su verdad y trataba de regir su vida por ella, se convertía en un ser grotesco y la verdad que había abrazado se transformaba en una falsedad.
Cualquiera imaginará que el anciano, que se había pasado la vida escribiendo y haciendo acopio de palabras, escribió cientos de páginas a propósito de aquel asunto. La cuestión llegó a adquirir tales proporciones en su imaginación que él mismo corrió el riesgo de volverse grotesco. No llegó a serlo, supongo, por la misma razón por la que nunca publicó el libro. Lo que le salvó fue aquel ser joven que llevaba en su interior.
En cuanto al anciano carpintero que arregló la cama del escritor, tan sólo lo he traído a colación porque, como les ocurre a muchos de esos a los que llamamos gente corriente, se convirtió en lo más parecido a algo comprensible y amable de entre todos los seres grotescos del libro del escritor.
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