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martes, 27 de diciembre de 2011

Aquí no caben más

Por Julio Mauricio Pacheco Polanco

He pensado mucho en el destino de los demás. Vaya forma tonta de perder el tiempo, y remedio para más eficaz para no pensar en el mío. Es que esto de andar consolándome con la idea de ser un genio ya no me resulta como cuando me creía el rollo, sí, el rollo, de tener una mente brillante. Igual, me tomo las pastillas, prendo la televisión, y me duermo viendo cómo las personas se arrancan los ojos por un pedazo de tierra, carne o ideas políticas que nadie se las cree. Que no tengo nada en contra de la televisión, particularmente a mí me ayuda a dormir, más que el internet, en el que siempre encuentro lo mismo de lo mismo.

Pero esto de pasarse todo el día sin hacer nada y sin ánimos de trabajar para otros ya no tiene remedio en mí. Bueno fuera que mis charlas semanales con mi terapeuta me ayudaran en algo, pero es que se la ha dado por soltar sus flatulencias, sonriéndome bobamente, mientras mentalmente me pongo a contarle sus arrugas y a pensar a cuántos tíos debe haberse follado en su consultorio. No es que quiera hablar mal de ella, solo sigo sus hábitos contagiados, esa costumbre de andar contando a todo el mundo las rarezas que le ocurren a sus pacientes, en medio de su aburrida vida, compartida entre reanimadores y locos de atar como yo.

Antes tenía la costumbre de entrar al chat para conversar con personas desconocidas y saber de lo que a mí no me pasa. Un día me llegó una invitación a mi correo sobre una sala privada donde se podía ligar sexualmente, (siempre virtualmente), con mujeres casadas pero solitarias, a quienes sus maridos no les cumplían en la cama, digamos por razones o cansancios laborales. El despelote fue cuando un viernes por la noche, una tía cuarentona follaba para sus seguidores desde una sala abarrotada por onanistas, en la que veía una triste polla ser introducida en la boca y el culo de una mujer que se despidió diciendo: “y que quede claro que esto lo hago por mi ego y para salvar mi matrimonio”. Tamaña sentencia me dejó una sensación extraña, la misma que siempre siento cuando entro a los chats para ligar con mujeres, y en donde solo encuentro hombres detrás de 2 o 3 que siendo horribles, reciben todos los halagos que en su puta vida jamás se los han dado ni en los bares, por parte de hombres muy ebrios e impotentes.

Joder que esto me recuerda el cómo volvíamos puta a las mujeres en un banco donde trabajé un tiempo. La conspiración partía de enamoramientos en masa y programados, que elevaban la libido de mujeres que siendo cortejadas una a una por todos a su vez, las hacían sentir tan perras y sucias, precisas para mi apetito sexual.

Pero sucede que la gente anda demasiado aburrida por todo. Al menos la gente que conozco. No hay droga que calme su ansiedad ni exceso que les devuelva esa paz, (una paz en concepto; una buena trampa para los buscadores de vidas, los que ya no tienen una para sí).

¿Cambiar de amistades? No es mala la alternativa, pero pasa que tengo 40 años y como que la cosa se me hace más complicada, porque a mi edad, la mayoría de personas son abuelos, o en todo caso no creen en el amor, que para ambos casos, ni soy abuelo, y rayo en la diferencia de no haber superado la experiencia del amor. Como que me he perdido en algunas etapas de mi vida. He dado grandes saltos sin poder evitarlo.

Que debería estar contento por ya no tener que tomar medicamentos que me impidan ser una aparente personal normal, es decir, un paciente compensado. ¿Pero a esto debo llamarle libertad?

Por ejemplo, me gustaría andar ebrio todos los días, pero por razones que no entiendo ni necesito explicar, el alcohol daña mis dientes, y prefiero una sonrisa triste pero completa, a una sonrisa alegre pero de espanto. Más marginal no podría ser. Y me hago llamar escritor.

Sí, un escritor que dejó de leer hace tiempo por saber que los libros que llegaron a mis manos, no respondían en nada a lo que me pasaba en mi adolescencia, siendo la prueba más contundente el hecho que ahora ande medicado, totalmente desengañado de mis ávidas lecturas, de las respuestas de los autores, tan onanistas como yo, ignorantes en todo el sentido de la palabra, y por cierto: mentirosos.

Bueno fuera que eso me bastase para dejar de escribir, el no insistir en seguir creyendo en la literatura, pero tengo mis razones: en algo debo concentrarme para no abusar otra vez de las páginas porno (porque dada las circunstancias, hay días en que despierto solo, y esto es siempre, y ya no sé qué hacer con mi polla, y mi pobre mano echada a ejercer todos sus músculos llega hasta el calambre y el cansancio); sin embargo me queda la certeza que no estoy tan jodido: sé de personas que trabajan duro toda su vida, y su vida no cambia en nada, siguen atrapados viviendo para hacer dinero para otros, bebiendo hasta quedar privados y sin memoria, drogándose para levantar la moral a las horas siguientes que preludian el ingreso a sus oficinas, al estar muertos y no poder gozar de una vida que yo tampoco gozo, que creo, nadie goza. Pero venga, que es demasiada filosofía para empezar a escribir sobre cosas serias, como: ¿cómo no volverse gay después de un encuentro sexual por carencia de mujeres? O: ¿cómo cambio mi vida a mis 55 años para tirarme a todos los adolescentes que en mi pubertad no pude? (Y esto último no lo escribo por mí, que de este tipo de tías me encuentro a menudo en el msn). Mujeres que no soportan sus años, y ansían ser violadas por negros aventajados y malvados, que total, para eso están los sacerdotes y las oraciones: Dios perdona todo, menos ser imbécil. En suma, no perdona a nadie. Y eso lo saben bien ellos, pero a estas alturas, quién anda detrás del consejo de quien no ha vivido nada y se sabe de memoria la Biblia, versículo a versículo, mientras que otra gran mayoría como yo, sigo porfiando en Google, por querer encontrar la forma de hacer dinero fácil, así sea ilegal. Es que un poco de pasta no me vendría mal para comprarme una pastillita azul y follarme una buena mulata que sepa mover las caderas sin que me contagie nada.

Pero es que en la web encuentro de todo, desde mujeres desesperadas por ligar con algún tío solitario, hasta vejetes eruditos sin escrúpulos que me advierten en lo que podría convertirme digamos, en 20 años, casi nada, una miasma. Que es que a mis 40 años eso de entrar al chat no me ayuda en nada. Siempre encuentro mujeres obsesionadas con sus miedos, trastornos que patentan el fracaso de los terapeutas quienes inmediatamente recetan pastillas, en suma, nunca tuvimos remedio.

Pero la realidad es que no tengo pasta ni para una mulata, ni para un porro o una buena botella de vino que seguramente la bebería en soledad, porque eso de andar gastando lo poco de dinero que tenga con otras personas no me va, pese a saber que siempre hago el ridículo desde el msn cuando ebrio trato de digitar decentemente sin dejar de decir obscenidades, tonterías que hacen que me eliminen contactos poco creativos al momento de escribir, de redactar, de decir algo nuevo, totalmente diferente a toda la mierda que leí en mi juventud o escuché en la calle, antes de recluirme en mi habitación y renunciar a un mundo en el que, no quiero entrar, porque no quiero asumir mi papel de imbécil, digamos, por cuestiones de dignidad, aunque mi psicóloga crea lo contrario y diga que es porque no quiero aceptar que soy marica, que ya debo perdonarme o aceptarme y no sé qué más gilipolladas que me asustan. Lo interpreto como una forma de decirme: “no me jodas todas las semanas, consíguete una mujer de verdad y deja de venir con cuentos cada semana que estás como el perro del hortelano, que no me comes ni me dejas comer”. Bueno, ya, no lo interpreto, lo dijo una vez, (esto va por mi orgullo de paciente sin mujer, y si lo lees, te aguantas), o en fin, no sé, alguna mujer debió decirlo, y si no lo dijo alguna mujer, lo escribo entonces, que a fin de cuentas no puedo quedar tan pelotudo a mis 40, 40 años, escritor, solterón, cibernauta, y sin más compañía que una conciencia demente que me desdice cada voluntad de querer hacer algo, a los 5 minutos.

¿Qué esto me pasa solo a mí? No sé si cualquier parecido con la realidad sea una coincidencia, que me importa nada. Total, como poeta ya no puedo escribir más de todo lo superlativo que en algún momento creí, es mejor en estos casos soñar con el gordo de la lotería, como lo hace todo el mundo, o esperar a que me llegue un email donde escrito esté que alguien leyó algo de mí, de esas épocas cuando quería cambiar al mundo, y en compensación, me haya dejado una gran herencia, tan cuantiosa como para seguir en lo mismo, es decir, sin saber qué hacer, o viajar y quedar petrificado por un ataque de pánico en una calle desconocida de una ciudad muy lejana a la casa de papá y mamá, o simplemente comprarme todo lo que quisiera sin dejar de tener la certeza que la felicidad me durará poco, sin chances para volver a amar, o mamar tetas, culos, sexo, alcohol, drogas, sexo, culo, tetas, mamadas bien hechas, sacadas de mierda a algunos tipejos que me deben bastante mordida de polvo, siempre claro, todo pagado a sicarios, y en fin, no sé qué más.

Que si debo ser honesto, he llegado a la edad del hastío, que solo puede ser reemplazado por la magia de una mujer muy bella y demasiado inteligente, y todo por culpa de los libros de mierda que he leído; malformadores de gustos, los culpables de mis exigencias al momento de charlar con una mujer. Y no es que los maricas sean mejor tertuliadores, pasa que han leído más y poseen precozmente la sabiduría que solo una mujer experimentada de 75 años podría brindarme, y en ninguno de los dos casos sería feliz acompañado.

Estoy jodido.

Pero me consuelo en saber que mi estimado lector lo está más que yo. Sí, tú aún buscas la verdad, o quizá ya tienes hijos o un trabajo de mierda, o eres adicto a una droga que te trae de perros, o estás con algún cáncer terminal o eres impotente, o no te gusta ser gay, o simplemente creías en el superhombre hasta que en una borrachera, terminaste sentado en las piernas de algún poeta borracho que luego te folló. No sé, no quise hablar de los demás, solo justificarme o intentar demostrar que el amor existía en las novelas de Corín Tellado, novelas bobas a las cuales no pude soportar, porque graduado en estos rigores no estoy. De ser preciso, soy un fracaso con las mujeres, por no decir que no me hacen caso. ¿Qué es porque no tengo pasta? Si tuviera 20 años, no habría excusa, pero a mi edad, mi perfil griego no ayuda en nada si se trata de asegurar el precio de un trasero que quiere un hombre trabajador, con sus propias cosas, no un escritor sin dinero y que no quiera ni lo uno ni lo otro. Ya lo sé, me odian. No me perdonan que las saque de su mundo, de vidas ya hechas, para luego desencantarlas con mi precaria condición económica. Que no es cierto eso de que se puede vivir en la punta de un cerro por amor, por las noches hace frío, y no es cómodo vivir entre tierra y silos forrados en calaminas, entre perros nocturnos y un estómago vacío que nada tiene que ver con la pasión consumada, la que tiene que ver con el sexo, ese arte que nunca supe aprender, pero que sé, dura poco entre dos personas, hasta que la preñas, y te vas a la mierda, solo porque no tienes dinero.

Ya, ya, que no quise compensar mi situación de escritor sin dinero. Solo que tú mi amigo lector sacaste algunas conclusiones, y como sé que solo los jóvenes leen, quise asustarte un poco, que los bien acomodados, a punta de diazepanes se las arreglan como pueden, entre mujeres poco inteligentes, (pero eso sí, rubias y bien blancas) y deudas al banco, o a la próstata… o al sida.

Je je je.

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Julio Mauricio Pacheco Polanco (Mollendo, 1971).Publicó bajo el sello de Grita Ediciones :El Viejo Libro del Cuero de Mamut(2004) y Los Cantos de la Maldición(2005). Y, entre otros títulos, Los derroteros de la soledad (novela).

jueves, 25 de agosto de 2011

Los 12 consejos de Roberto Bolaño para escribir un buen relato

En alguno de los libros de Roberto Bolaño, el lector podrá encontrar, según la edición, un breve ensayo de lo que el autor de Los detectives salvajes o 2666 creía que era imprescindible para escribir un excelente relato. En esta mínima poética del cuento, Bolaño transita por los autores que cree necesarios leer para culminar una pieza genial del género breve. Sin embargo, lo que sorprende de estos doce consejos son las tres primeras sentencias con las que arranca el escritor chileno.

El primer y segundo consejo que nos lanza Bolaño es que el cuentista mantenga una creación múltiple, que nunca escriba un relato, lo acabe y empiece otro, sino que trabaje en varios simultáneamente, si pausa ni descanso.

Nunca abordes los cuentos de uno en uno, honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte. Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si te ves con energía suficiente, escríbelos de nueve en nueve o de 15 en 15”, explica el escritor en sus dos primeras recomendaciones.

Luego, redunda en dicha sentencia cuando nos alerta de nuevo de la tentación de escribir relatos de dos en dos. Según afirma, es tan dañino como intentarlo de manera individual.

“Lleva en su interior el mismo juego sucio y pegajoso de los espejos amantes”, dice en su tercer consejo.

Una vez enunciadas estas tres premisas, Bolaño nos acerca a los escritores que él piensa que son referentes ineludibles de la narrativa breve. En su cuarta receta, nos aconseja la lectura de las obras de Horacio Quiroga, de Felisberto Hernández, Jorge Luis Borges o Augusto Monterroso; también de Julio Cortázar o Bioy Casares. Y, luego, lanza un feroz dictamen en el cuarto punto.

“Lo repito una vez más por si no ha quedado claro: a Cela y a Umbral, ni en pintura”, reitera.

Según avanzamos en estas 12 instrucciones para escribir un cuento de Bolaño, nos tropezamos con otro consejo casi emitido a grito pelado, justo en el ecuador de la decena de dictámenes:

Un cuentista debe ser valiente. Es triste reconocerlo, pero es así”, apostilla el escritor chileno.

Poco a poco, esta docena de sentencias nos aproxima a más lecturas imprescindibles. Y de manera implícita, Bolaño nos conmina a que evitemos la imitación literaria de nuestros referentes.

“Los cuentistas suelen jactarse de haber leído a Petrus Borel. De hecho, es notorio que muchos cuentistas intentan imitar a Petrus Borel. Gran error: ¡Deberían imitar a Petrus Borel en el vestir! ¡Pero la verdad es que de Petrus Borel apenas saben nada! ¡Ni de Gautier, ni de Nerval!”, asegura en su séptimo apartado.

A continuación, su prédica número nueve nos pide que leamos a Petrus Borel o que vistamos como él; pero, además, casi exige -en un tono imperativo e irónico- que nos adentremos en las obras de Jules Renard, Marcel Schwob, Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges.

Piensen en el punto número nueve. Uno debe pensar en el nueve. De ser posible: de rodillas”, escribió el autor chileno.

Con estas palabras llega al punto número diez para retroceder al anterior. El punto número nueve enuncia a otro de los grandes del relato. No es sino Edgar Allan Poe. Bolaño dice que con la lectura de sus obras “todos tendríamos de sobra”.

Entre los libros y autores “altamente recomendables”, el autor chileno nos aconseja en su undécimo aforismo didáctico lo sublime del Seudo Longino o los sonetos del “desdichado y valiente” Philip Sidney. Asimismo, rememora la lectura de La antología de Spoon River (Edgar Lee Masters) o Suicidios ejemplares (Enrique Vila-Matas).

Por último, aparece en el ensayo de Roberto Bolaño un mensaje para iniciados bajo el epígrafe número 12 de cierre. Nombra así a dos de los maestros del cuento contemporáneo, las plumas que, a un lado y otro del Atlántico, han marcado los pasos del género.

“Lean (…) también a Chéjov y a Raymond Carver, uno de los dos es el mejor cuentista que ha dado este siglo”, finaliza Bolaño.

jueves, 11 de agosto de 2011

El libro de lo grotesco

Por Por Sherwood Anderson

El escritor, un anciano de bigote blanco, se metió en la cama con dificultad. Las ventanas de la casa en que vivía eran muy altas y él quería ver los árboles cuando se despertaba por la mañana. Vino un carpintero para arreglarle la cama y dejarla a la altura de la ventana.

Se organizó un buen revuelo con aquello. El carpintero, que había sido soldado en la Guerra Civil, entró en la habitación del escritor y le propuso construir una tarima para elevar la cama. El escritor tenía unos cigarros por ahí y el carpintero se puso a fumar.

Los dos discutieron un rato sobre el modo de elevar la cama y luego hablaron de otras cosas. El soldado sacó la guerra a colación. De hecho, el escritor le empujó a hacerlo. El carpintero había estado en la prisión de Andersonville y había perdido a un hermano. El hermano había muerto de hambre y siempre que el carpintero hablaba de ello se echaba a llorar. Al igual que el anciano escritor, tenía el bigote blanco y, cuando lloraba, fruncía los labios y el bigote se movía arriba y abajo. Aquel anciano lloroso con un cigarro en la boca resultaba ridículo. Al final, olvidaron el modo en que el escritor había pensado elevar la cama y el carpintero acabó haciéndolo a su manera y el escritor, que pasaba de los sesenta años, tenía que ayudarse de una silla para meterse en la cama por las noches.

En la cama el escritor se tumbó sobre un costado y se quedó quieto. Hacía muchos años que le preocupaba el estado de su corazón. Era un fumador empedernido y tenía palpitaciones. Se le había metido en la cabeza que un día moriría de forma repentina y al acostarse siempre le acometía aquella idea. No tenía miedo. En realidad, surtía en él un efecto raro y difícil de explicar. Se sentía más vivo, allí en la cama, que en cualquier otro momento del día. Yacía totalmente inmóvil y su cuerpo era viejo y ya no servía de mucho, pero algo en su interior seguía siendo joven. Era como una mujer encinta, sólo que lo que llevaba en su seno no era un bebé sino un joven. No, no era un joven: era una mujer, joven y vestida con una cota de malla como la de un caballero andante. Aunque, en realidad, es absurdo tratar de explicar lo que el anciano escritor llevaba dentro mientras estaba tumbado en su cama elevada y escuchaba las palpitaciones de su corazón. Lo que de verdad importa es saber lo que pensaba el escritor, o aquel ser joven que había en su interior.

El anciano escritor, igual que le ocurre a todo el mundo, había pensado muchas cosas a lo largo de su longeva vida. En sus tiempos había sido bastante apuesto y varias mujeres se habían enamorado de él. Y, por supuesto, había conocido a gente, mucha gente. Y, por supuesto, había conocido de un modo particulamente íntimo, distinto del modo en que usted o yo conocemos a la gente. Al menos eso creía el anciano escritor y la idea le gustaba. ¿Por qué discutir con un viejo cerca de lo que cree lo deja de creer?

En la cama el escritor tuvo un sueño que no era un sueño. A medida que se iba quedando dormido, aunque todavía despierto, empezaron a aparecer figuras ante sus ojos. Pensó que aquel ser joven e imposible de describir que llevaba dentro estaba haciendo desfilar una larga procesión de figuras ante sus ojos.

Lo interesante de esto radica en las figuras que pasaron ante los ojos del escritor. Eran todas grotescas. Todos los hombres y mujeres que el escritor había conocido en su vida se habían vuelto grotescos.

No todos eran horribles. Algunos eran graciosos, otros casi hermosos y uno, una mujer que parecía muy desmejorada, impresionó mucho al anciano por lo grotesca que era. Cuando la vio pasar soltó un ruido como el gañido de un perrito. Cualquiera que hubiese entrado en ese momento en la habitación habría pensado que el anciano tenía una pesadilla o sufría tal vez de indigestión.

A lo largo de una hora, la procesión de personajes grotescos desfiló ante los ojos del anciano, y luego, aunque le costara un gran esfuerzo hacerlo, salió a rastras de la cama y empezó a escribir. Varios de aquellos seres grotescos le habían causado una impresión muy profunda y quería describirla.

El escritor estuvo una hora trabajando en su mesa. Al final escribió un libro que llamó El libro de lo grotesco. Nunca llegó a publicarse, pero yo tuve ocasión de leerlo una vez y dejó una huella indeleble en mi imaginación. El libro tenía una idea central que resulta un tanto extraña y que no he olvidado jamás. Recordándola, he podido comprender a mucha gente y muchas cosas que antes me habían resultado incomprensibles. Era una idea complicada, pero se podría explicar de forma sencilla más o menos así:

Al principio, cuando el mundo era joven, había una enorme cantidad de ideas, pero no eso que llamamos una verdad. Fue el hombre quien hizo las verdades y cada una de ellas consistía en una mezcla de varios pensamientos más o menos vagos. Las verdades se extendieron por todo el mundo y todas eran hermosas.

Y luego apareció la gente. A medida que fueron llegando, cada cual se apropió de una verdad y algunos que eran más fuertes se apropiaron de una docena de ellas.

Lo que volvía grotesca a la gente eran las verdades. El anciano tenía una teoría muy elaborada al respecto. En su opinión, siempre que alguien se apropiaba de una verdad, la llamaba su verdad y trataba de regir su vida por ella, se convertía en un ser grotesco y la verdad que había abrazado se transformaba en una falsedad.

Cualquiera imaginará que el anciano, que se había pasado la vida escribiendo y haciendo acopio de palabras, escribió cientos de páginas a propósito de aquel asunto. La cuestión llegó a adquirir tales proporciones en su imaginación que él mismo corrió el riesgo de volverse grotesco. No llegó a serlo, supongo, por la misma razón por la que nunca publicó el libro. Lo que le salvó fue aquel ser joven que llevaba en su interior.

En cuanto al anciano carpintero que arregló la cama del escritor, tan sólo lo he traído a colación porque, como les ocurre a muchos de esos a los que llamamos gente corriente, se convirtió en lo más parecido a algo comprensible y amable de entre todos los seres grotescos del libro del escritor.

martes, 2 de agosto de 2011

Varios consejos



Escribe frases breves. Comienza siempre con una oración corta. Utiliza un inglés [idioma]vigoroso. Sé positivo, no negativo.
  • La jerga que adoptes debe ser reciente, de lo contrario no sirve.
  • Evita el uso de adjetivos, especialmente los extravagantes como "espléndido, grande, magnífico, suntuoso".
  • Nadie que tenga un cierto ingenio, que sienta y escriba con sinceridad acerca de las cosas que desea decir, puede escribir mal si se atiene a estas reglas.
  • Para escribir me retrotraigo a la antigua desolación del cuarto de hotel en el que empecé a escribir. Dile a todo el mundo que vives en un hotel y hospédate en otro. Cuando te localicen, múdate al campo. Cuando te localicen en el campo, múdate a otra parte. Trabaja todo el día hasta que estés tan agotado que todo el ejercicio que puedas enfrentar sea leer los diarios. Entonces come, juega tenis, nada, o realiza alguna labor que te atonte sólo para mantener tu intestino en movimiento, y al día siguiente vuelve a escribir.
  • Los escritores deberían trabajar solos. Deberían verse sólo una vez terminadas sus obras, y aun entonces, no con demasiada frecuencia. Si no, se vuelven como los escritores de Nueva York. Como lombrices de tierra dentro de una botella, tratando de nutrirse a partir del contacto entre ellos y de la botella. A veces la botella tiene forma artística, a veces económica, a veces económico-religiosa. Pero una vez que están en la botella, se quedan allí. Se sienten solos afuera de la botella. No quieren sentirse solos. Les da miedo estar solos en sus creencias...
  • A veces, cuando me resulta difícil escribir, leo mis propios libros para levantarme el ánimo, y después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi imposible escribirlos.
  • Un escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del conocimiento personal o impersonal.

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(Arequipa, Perú, 1980). Escritor, hincha de FBC Melgar. Colabora desde el 2012 con el semanario "Hildebrandt en sus trece". Su libro "Mi familia y otras miserias" apareció en Tribal (2013). El 2014 se reeditó su libro de relatos "La prosperidad reclusa". Ha publicado ficción y no ficción en El Malpensante (Colombia) y otros trabajos narrativos en revistas literarias virtuales como Badosa.com (Barcelona). Ha sido incluido en las antologías "Disidentes 2: los nuevos narradores peruanos 2000-2010" y "17 cuentos peruanos desde Arequipa" (Biblioteca Regional Mario Vargas Llosa, 2012) y "20 cuentos arequipeños" (2016). El año 2021 publicó "Inmunidad de rebaño" (Aletheya) y "El niño de La Arboleda" (Pesopluma). Acaba de aparecer "Itinerario de la melancolía" (2023).

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