Blog Colectivo donde se publicará esporádicamente trabajos de amigos y alumnos de los Talleres Virtuales y Presenciales de Escritura Creativa y también del curso de Comunicación. Sugerencias, consultas, envíos y colaboraciones: mazeyra@gmail.com

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miércoles, 24 de abril de 2013

Los ingobernables *

Fernando Morote (Piura, 1962). Autor de las novelas “Los quehaceres de un zángano” (2009) y “Polvos ilegales, agarres malditos” (2011). También del poemario “Poesía Metal-Mecánica” (1994). Ganador del Concurso Sexto Continente de Relato Erótico (Madrid, 2010). Finalista del VII Premio Internacional Vivendia-Villiers de Relato (Madrid, 2012). Sus textos han sido incluidos en las antologías “El sabor de tu piel” (2010), “Microantología del Microrrelato II (2010) y “Eros de Europa y América” (2011) de Ediciones Irreverentes de España. Varios de sus relatos han sido publicados en la edición digital del periódico Irreverentes de Madrid. Ha colaborado con diarios y revistas de su país. Actualmente vive en Nueva York.

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No éramos una banda de delincuentes. Ni siquiera éramos una pandilla de malandrines. Éramos simplemente nosotros: los ingobernables…
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Cuando nos cruzamos por primera vez, en los estrechos pasajes de Pompeya, supimos que pertenecíamos a la misma estirpe. Haraganes por vocación, nos unía el lazo común de la indiferencia. Ayudar con las tareas de la casa o cumplir los deberes del colegio no figuraba entre nuestras prioridades. Nos interesaban otro tipo de detalles. ¿Soltera o divorciada? ¿Casa propia? A quién podía importarle. A lo mejor algo no funcionaba bien en nosotros.
Grandes conversadores, no éramos. Guapos, que digamos, tampoco. Corpulentos o fortachones, ni en broma. Y carro, no teníamos. Adolecíamos por completo de disciplina. No respondíamos a la imagen de jóvenes dinámicos, graduados con honores, entrando temprano a engrosar las filas de la fuerza productiva. Muchos nos señalaban como vulgares y malogrados.  
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Nuestras casas formaban parte de un conjunto habitacional construido bajo el concepto de viviendas unifamiliares de interés social. Agrupadas en manzanas, se identificaban con una letra del alfabeto. Podían tener una o dos plantas, patio y jardín, o sólo uno de ellos, dependiendo del modelo. Cada unidad llevaba un número. Las calles estaban bautizadas con nombres de flores y pueblos norteños. Llegar a una urbanización como Pompeya, ubicada en el corazón de la capital, representaba un símbolo de progreso para nuestros padres. La mayoría proveníamos de viejos distritos, algunos de lejanas provincias.
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Alguien había intentado sembrar rosas primero, luego geranios. Nada crecía allí. Todo posible ornamento de jardinería rechazaba nuestra presencia o sucumbía ante ella. Era un trozo seco de acera coronado por una banca de cemento. Aunque para los vecinos fuera sólo un nido de pastómanos, para nosotros era la Esquina de las Estrellas.
De día constituía nuestro rutinario punto de encuentro, el escenario natural de espontáneos desfiles de modas e improvisados concursos de belleza. Cada vez que asomaba una buena hembra transformábamos la vereda en una pasarela. Le cedíamos el paso como caballeros y nos convertíamos en miembros del jurado. Nos absteníamos de lanzar piropos; los considerábamos un signo de manipulación barata. En su reemplazo, formulábamos serenas declaraciones salpicadas de comentarios circunspectos. Luego aplaudíamos asignando un puntaje valorado a las cualidades apreciadas. De ser el caso, vivábamos con júbilo. En ocasiones abríamos el debate para resolver eventuales diferencias. Algunas candidatas, muertas de vergüenza, apuraban la marcha, varias de ellas rozaban el límite del bochorno, otras decididamente huían, y unas cuantas entraban al juego, bajaban la velocidad para mostrar lo que tenían, y coqueteaban sin falsos escrúpulos.
Por la noche el espectáculo devenía en algo similar a una función de cine erótico. Mientras Belaúnde insistía en llamar abigeos a los asesinos de personas inocentes en remotos caseríos de Ayacucho, nosotros buscábamos en secreto a nuestra modelo. La espiábamos desnudarse frente a la ventana, esperando la llegada de su gigantesco marido.
–¡Ropero! –le gritábamos al infeliz.
Sólo así, parapetados en los tupidos granados de nuestra guarida, nos vengábamos del escarnio por dejarnos arrechos.

* Fragmento

domingo, 21 de abril de 2013

Crear, creer, matar

Otro relato de un alumno de Taller de Escritura Creativa 2013.

Por Jordan Jáuregui Meza
Te quise como en un bolero y me dejaste como en un tango.
José Rosas Ribeyro
El indio de tu padre nunca nos quiso. Así son los indios: malditos, miserables. No sé qué le fui a ver.
Pero yo soy un indio, mamá. ¿No ves que soy marrón? Fíjate en mi nariz, en mis cabellos, en lo feo que soy. Yo también debo ser un maldito y un miserable.
Tú no eres indio, hijito. Así que no vuelvas a repetir esa tontería…
Claro que lo soy: soy hijo del Indio, soy idéntico a él.
Así lo llamamos: el Indio. Ella fue reina de belleza del distrito, la chica más pretendida, la más bonita del barrio. Aún hoy, algunos viejos la pretenden; y aún hoy, a sus cincuenta y cinco años, ella rechaza a todos. Fiorella es tan hermosa como lo fue mi mamá. Cuando la veo, pienso que está pensando como mi madre al recibir los cortejos de mi padre: «¿qué querrá este indio de mierda conmigo, por qué me sigue tanto, para qué me da tantas cosas? Nunca le voy a hacer caso».
Quiero comprar algo para regalárselo a Fiore, pero no tengo dinero. Tendré que llamar al Indio. Nunca me da dinero fácilmente, invento algún libro urgente para la universidad, y sólo me da la mitad. Es un animal raro, de cerámica, violeta, cubierto con algodón en algunas partes; cuesta veinte soles.
¿Por qué me das esto?
Discúlpame, es que, si no te lo doy, terminaré dándote otra cosa le digo y ella sonríe, adivinando, tal vez, que muero por besarla.
Está bien me contesta, entre resignada y molesta.
Intuyo que Fiorella debe quererme menos que a su perro: Peluso. Una tarde la acompañé hasta su casa y Peluso salió a recibirla. Era un ser muy amigable. Aquella vez, salió saltando y moviendo la cola, como de costumbre. Estaba tan contento, que hasta por un momento me contagió su alegría, y dejé de pensar en el indio miserable que soy. Tan contento, que no vio el carro que terminó pasando sobre una de sus patas. El maldito conductor se dio a la fuga, pero a «Pelu» no lo perdimos de vista.
Sí, soy un indio maldito. El perro está bien, en realidad eso sólo ocurrió en mi mente…
Me urge mucho estar ebrio, no me sentiré mejor: sólo lloraré por todo lo que todavía no me atrevo a liberar. No quiero escribir, sólo fugarme a la mierda. No puedo, ¡carajo!, no puedo escribir. Nunca he escrito desde el dolor, aunque sea eso lo que siempre me digo. No puedo escribir herido, no puedo contenerme la sangre con una mano y escribir con la otra. No puedo escribir con los pies—o quizá sí y ésta es la mejor muestra de ello—: Fiorella, no puedo contarle a estos extraños cómo mierda se dibuja mi paso al seguirte. Me dueles esta noche, tanto como la noche en que comencé a esperarte. No tengo fuerzas para desdoblarme, para sentarme en una butaca y ver cómo te pienso, y escribir cómo me siento, cómo me siento en la butaca. Fiorella, si estuvieras esta noche conmigo, Saló sería poca cosa, te lo juro; aunque no creas en lo que siento. Ahora creo que a esa película le hacen falta Pelusos.

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(Arequipa, Perú, 1980). Escritor, hincha de FBC Melgar. Colabora desde el 2012 con el semanario "Hildebrandt en sus trece". Su libro "Mi familia y otras miserias" apareció en Tribal (2013). El 2014 se reeditó su libro de relatos "La prosperidad reclusa". Ha publicado ficción y no ficción en El Malpensante (Colombia) y otros trabajos narrativos en revistas literarias virtuales como Badosa.com (Barcelona). Ha sido incluido en las antologías "Disidentes 2: los nuevos narradores peruanos 2000-2010" y "17 cuentos peruanos desde Arequipa" (Biblioteca Regional Mario Vargas Llosa, 2012) y "20 cuentos arequipeños" (2016). El año 2021 publicó "Inmunidad de rebaño" (Aletheya) y "El niño de La Arboleda" (Pesopluma). Acaba de aparecer "Itinerario de la melancolía" (2023).

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