Otro relato de un alumno de Taller de Escritura Creativa 2013. |
Por Jordan Jáuregui Meza
Te quise como en un bolero y me dejaste como en un
tango.
—José Rosas Ribeyro—
—José Rosas Ribeyro—
—El
indio de tu padre nunca nos quiso. Así son los indios: malditos, miserables. No
sé qué le fui a ver.
—Pero
yo soy un indio, mamá. ¿No ves que soy marrón? Fíjate en mi nariz, en mis
cabellos, en lo feo que soy. Yo también debo ser un maldito y un miserable.
—Tú
no eres indio, hijito. Así que no vuelvas a repetir esa tontería…
—Claro
que lo soy: soy hijo del Indio, soy
idéntico a él.
Así lo llamamos: el Indio. Ella fue reina de belleza del distrito, la chica más
pretendida, la más bonita del barrio. Aún hoy, algunos viejos la pretenden; y
aún hoy, a sus cincuenta y cinco años, ella rechaza a todos. Fiorella es tan
hermosa como lo fue mi mamá. Cuando la veo, pienso que está pensando como mi
madre al recibir los cortejos de mi padre: «¿qué querrá este indio de mierda
conmigo, por qué me sigue tanto, para qué me da tantas cosas? Nunca le voy a
hacer caso».
Quiero comprar algo para regalárselo a
Fiore, pero no tengo dinero. Tendré que llamar al Indio. Nunca me da dinero fácilmente, invento algún libro urgente
para la universidad, y sólo me da la mitad. Es un animal raro, de cerámica,
violeta, cubierto con algodón en algunas partes; cuesta veinte soles.
—¿Por qué me das esto?
—Discúlpame, es que, si no te lo doy,
terminaré dándote otra cosa —le digo y
ella sonríe, adivinando, tal vez, que muero por besarla.
—Está bien —me contesta, entre resignada y molesta.
Intuyo que Fiorella debe quererme menos
que a su perro: Peluso. Una tarde la acompañé hasta su casa y Peluso salió a
recibirla. Era un ser muy amigable. Aquella vez, salió saltando y moviendo la
cola, como de costumbre. Estaba tan contento, que hasta por un momento me
contagió su alegría, y dejé de pensar en el indio miserable que soy. Tan
contento, que no vio el carro que terminó pasando sobre una de sus patas. El
maldito conductor se dio a la fuga, pero a «Pelu» no lo perdimos de vista.
Sí, soy un indio
maldito. El perro está bien, en realidad eso sólo ocurrió en mi mente…
Me urge mucho estar
ebrio, no me sentiré mejor: sólo lloraré por todo lo que todavía no me atrevo a
liberar. No quiero escribir, sólo fugarme a la mierda. No puedo, ¡carajo!, no
puedo escribir. Nunca he escrito desde el dolor, aunque sea eso lo que siempre
me digo. No puedo escribir herido, no puedo contenerme la sangre con una mano y
escribir con la otra. No puedo escribir con los pies—o quizá sí y ésta es la
mejor muestra de ello—: Fiorella, no puedo contarle a estos extraños cómo
mierda se dibuja mi paso al seguirte. Me dueles esta noche, tanto como la noche
en que comencé a esperarte. No tengo fuerzas para desdoblarme, para sentarme en
una butaca y ver cómo te pienso, y escribir cómo me siento, cómo me siento en
la butaca. Fiorella, si estuvieras esta noche conmigo, Saló sería poca cosa, te lo juro; aunque no creas en lo que siento.
Ahora creo que a esa película le hacen falta Pelusos.
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