Escribir libros es un oficio suicida. Ninguno exige tanto tiempo, tanto trabajo, tanta consagración en relación con sus beneficios inmediatos. No creo que sean muchos los lectores que al terminar la lectura de un libro, se pregunten cuántas horas horas de angustias y de calamidades domésticas, les han costado al autor esas doscientas páginas y cuánto ha recibido por su trabajo. Para terminar pronto, conviene decir a quien no lo sepa, que el escritor se gana solamente el diez por ciento de lo que el comprador paga por el libro en la librería.
De modo que el lector que compró un libro de veinte pesos sólo contribuyó con dos pesos a la subsistencia del escritor. El resto se lo llevaron los editores, que corrieron el riesgo de imprimirlo, y luego los distribuidores y los libreros.
Esto parecerá todavía más injusto, cuando se piense que los mejores escritores son los que suelen escribir menos y fumar más, y es por tanto normal que necesitan por lo menos dos años y veintinueve mil doscientos cigarrillos para escribir un libro de doscientas páginas. Lo que quiere decir, en buena aritmética que nada más en lo que se fuman se gastan una suma superior a la que van a recibir por el libro.
Por algo, me decía un amigo escritor "todos los editores, distribuidores y libreros son ricos y todos los escritores somos pobres".
El problema es más crítico en los países subdesarrollados, donde el comercio de libros es menos intenso, pero no exclusivo de ellos. En los Estados Unidos que es el paraíso de los escritores de éxito por cada autor que se vuelve rico de la noche a la mañana con la lotería de las ediciones de bolsillo, hay centenares de escritores aceptables condenados a cadena perpetua bajo la gota helada del diez por ciento.
El último caso espectacular de enriquecimiento con causa en los Estados Unidos, es el del novelista Truman Capote con su libro In Cold Blood (A sangre fría), que en las primeras semanas le produjo medio millón de dólares en regalías, y una cantidad similar por los derechos para el cine.
En cambio Albert Camus, que seguirá en las librerías cuando ya nadie se acuerde del estupendo Truman Capote, vivía de escribir argumentos cinematográficos con seudónimo, para poder seguir escribiendo sus libros.
El premio Nobel que recibió pocos años antes de morir, apenas fue un desahogo momentáneo para sus calamidades domésticas acarrea consigo solamente lo que significa un alivio de unos cuarenta mil dólares más o menos, lo que en estos tiempos cuesta una casa con un jardín para los niños.
Mejor aunque involuntario, fue el negocio que hizo Jean Paul Sartre al rechazarlo, pues con su actitud ganó un justo y merecido prestigio de independencia, que aumentó la demanda de sus libros.
Muchos escritores añoran al antiguo mecenas rico y generoso señor que mantenía a los artistas para que trabajaran a gusto. Aunque con otra cara, los mecenas existen. Hay grandes consorcios financieros que a veces por pagar menos impuestos, otras veces por disipar la imagen de tiburones que se ha formado de ellos la opinión pública, y no muchas veces por tranquilizar sus conciencias, destinan sumas considerables a patrocinar el trabajo de los artistas.
Pero los escritores somos gentes a quienes nos gusta hacer lo que nos da la gana, y sospechamos, acaso sin fundamento que el patrocinador compromete la independencia de pensamiento y expresión, y origina compromisos indeseables.
En mi caso, prefiero escribir sin subsidios de ninguna índole, no sólo porque padezco de un estupendo delirio de persecución sino porque cuando empiezo a escribir ignoro por completo con quien estaré de acuerdo al terminar.
Sería injusto que a la postre estuviera en desacuerdo con la ideología del patrocinador, cosa muy probable en virtud del conflictivo espíritu de contradicción de los escritores así, como sería completamente inmoral que por casualidad estuviera de acuerdo.
El sistema de patrocinio, típico de la vocación paternalista del capitalismo parece sea una réplica a la oferta socialista de considerar al escritor como un trabajador a sueldo del Estado.
En principio la solución socialista es la correcta, porque libera al escritor de la explotación de los intermediarios. Pero en la práctica hasta ahora y quien sabe por cuanto tiempo, el sistema ha dado origen a riesgos más graves que las injusticias que ha pretendido corregir.
El reciente caso de dos pésimos escritores soviéticos que han sido condenados a trabajos forzados en Siberia, no por escribir mal sino por estar en desacuerdo con el patrocinador, demuestra hasta qué punto puede ser peligroso el oficio de escribir bajo un régimen sin la suficiente madurez, para admitir la verdad eterna de que los escritores somos unos fascinerosos a quienes los corsés doctrinarios, y hasta las disposiciones legales, nos aprieta más que los zapatos.
Personalmente, creo que el escritor, como tal, no tiene otra obligación revolucionaria que la de escribir bien. Su inconformismo, bajo cualquier régimen, es una condición esencial que no tiene remedio, porque un escritor conformista muy probablemente es un bandido, y con seguridad es un mal escritor.
Después de esta triste revisión [...] resulta elemental preguntarse por qué escribimos los escritores. La puesta, por fuerza, es tanto más melodramática cuanto más sincera. Se es escritor, simplemente como se es judío o se es negro. El éxito es alentador, el favor de los lectores es estimulante, pero estas son ganancias suplementarias, porque un buen escritor seguirá escribiendo de todas maneras aún con los zapatos rotos, y aunque sus libros no se vendan.
Es una especie de deformación que explica muy bien la barbaridad social de que tanto hombres y mujeres se hayan suicidado de hambre, por hacer, algo que al fin y al cabo, y hablando completamente en serio, no sirve para nada.
Fragmento de Desventuras de un escritor de libros.
Texto de julio de 1966, escrito en México y luego cedido al Magazín Dominical del diario El Espectador.