Ayer, después de casi un año, volví a ver a un par de amigos, de esos, de los buenos, con los que uno sabe que puede contar siempre. Que no por buenos dejan de tener “cosillas”, y resulta que una de esas “cosillas” es, pues, que decidieron estudiar derecho, de aquel que está tan torcido y retorcido en nuestro país. Pero vaya, quizá con gente como ellos algún día se enderece un poco, ¿no?...
Almorzamos gratamente en una pollería del centro que, como todas, se ufanan colocando su chimenea casi en las narices de los comensales, [aún no entiendo qué sentido tiene hacer tal cosa, ¿será que se preocupan de garantizar que allí mismo se están abrasando los pollos, porsiacaso algún comensal descreído los espíe?...] El asunto es que ahí pedimos nuestros tres cuartos con papas, ensalada y las salsas de siempre, para variar. Después de nuestro poco saludable pero sabroso almuerzo y una amena conversación, me invitaron a acompañarlos a una reunioncilla con uno que otro de sus compañeros de universidad, con quienes habían formado un grupo, tratando de emular a los de antaño, aquellos que parieron a nuestros más notables intelectuales, las mentes brillantes, o los de brillos dementes, como se quiera, que es lo mismo.
¡Ajá, reunión con algunos leguleyos! En otras palabras, un puñado de soñadores que discuten huevadas trascendentales, un grupito de esos jóvenes medio intelectuales, o por lo menos que intentan serlo, y que aún creen en nuestro país, de esa gente que todavía sirve, que todavía valora la cultura, pensé.
Entonces asentí a acompañarlos de buena gana porque, además, mis amigos a sabiendas de mi debilidad por la literatura, me promocionaron con vehemencia y ánimo casi frenético al invitado de honor de la tarde, un escritor local del cual había oído algunos no muy afortunados comentarios, y en fin, por qué no ir a husmear por ahí. A ver qué tipo de habas se cuecen en esa olla, me dije.
Ya ahí, ¡guau! ¡Qué tales especímenes!, gente que sin lugar a duda no era normal, unos locos de mierda, de los locos que me encantan, los “de-mentes abiertas”. Había uno en especial, de rostro alargado, trigueño, ojos achinados, saquito (máximo intento de formalidad), ese cabello crecido más de lo usual y el flequillo morboso que se le venía a la frente gracias a una partición muy de lado derecho; era imberbe, obviamente. Sólo faltaban los lentecitos y por Dios que era una especie de versión arequipeña de Jaime Bayly, lo juro.
Éramos siete al empezar la reunión. Ya luego, de a pocos, como a goteo de tubería roída, iban llegando más compañeros de cofradía, hermandad, gremio, o lo que quiera que fuese la tal reunión.
La tarde iba seduciendo con la muerte del sol, allí en un salón viejo y turbio del tercer piso de la facultadísima de derecho, se iniciaba así un legendario alegato de sinrazones importantes.
Los minutos transcurrían a paso de tortuga, la siempre esperada noche aligeraba un poco mi aletargo y de pronto una pregunta me pululaba… ¿qué rayos hago aquí con estos sujetos rayadazos, oyendo discusiones que me interesan un comino? Podría haber convencido a mis amigos de ir al Jakarandá o al Cyrano a tomarnos un par de chelas bien frías, que luego se multiplicarían por diez, pero tuvo que ganar mi complejo de mujer y hacerme venir aquí, hambriento de chisme. ¡Pendeja curiosidad!
Verlos discutir con ahínco acerca de los derechos que tiene cualquier hijo de vecino de ir al circo y de cómo se debe respetar el derecho de un perro a ser libre, me tenían absorto. Estamos en el Perú, donde aún no se cumplen como deberían los derechos de las personas y estos mendrugos discuten porque uno tiene ganas de ir al circo y hay otra, más demente que el anterior, que no quiere que los circos existan… uhm, estos galifardos serán congresistas seguramente, podría apostarlo, pensaba.
Por unos minutos me sentí vilmente estafado… ¿Y “el escritor” dónde rayos estaba? ¿Qué, no pensaba venir? ¿Acaso me había tenido que soplar toda esa charlotada en vano?, me recriminaba en silencio. Y fue entonces que viré el rostro hacia donde estaban mis amigos, lanzándoles la más furiosa de mis miradas; estaba a punto de preguntarles que si el haberme llevado ahí era una especie de venganza por el abandono en el que los había tenido los últimos años, y en ese preciso instante, afortunadamente, llegó un sujeto, apenas lo vi cruzar el umbral supe que era él, “el escritor”, todos los rostros se volvieron a verlo. Era perfecto, lucía un desgastado jean color grafito y zapatillas negras, un polo gris encima del cual llevaba una camisa azul a rayas negras, a medio abotonar, y lo mejor, sin corbata, por eso digo que era perfecto. Llevaba un morral al hombro y tenía un parecido monumental con el pelotero Iniesta, el español.
El recién llegado era el invitado de honor así que tuvieron que posponer la “trascendental discusión”, porque evidentemente lo que iba a decir “el escritor” tenía que ser mucho más interesante, y… aunque no lo fuera, sabía que no iba a soportarlos mucho más y de no haber sido así, un par de minutos más y, después de increpar a mis amigos, (a quienes obviamente después iba a perdonar) me hubiese puesto en pie, hubiera mandado muy respetuosa y cordialmente a la mierda a los allí presentes, y me hubiera retirado con una socarrona sonrisita de fastidio, vaya que sí. Pero bueno, por esas casualidades oportunas que tiene la vida a veces llegó este hombre, uno de los más curiosos personajes que he tenido la oportunidad de escuchar.
Desde que entró, una rarísima sensación de tranquilidad me invadió, y no soy gay; o bueno, creo no serlo, o no haberlo sido.
Nunca antes lo había visto y de pronto, después del primer escrutinio físico, mi mirada no podía despegarse de sus dedos, de sus manos, eran perfectas, como él. Me sentía absolutamente cojudo, más loca que cualquier maricón del parque del avión, estaba mirando sus manos de una manera absolutamente obsesiva sin poder evitarlo. Y lo peor del caso era que tenía la falsa sensación de que mientras yo miraba casi orgásmicamente sus manos, los leguleyos me veían fijamente a mí, como pensando ¿y éste… será cabro? Pero me interesaba realmente poco, en aquel momento, la opinión que los fulanos me tuvieran.
Afortunadamente, repito, era solo una falsa sensación mía.
“El escritor” tomó la palabra, empezó a plantear su posición respecto a la naturaleza de la creación literaria, dijo que la literatura sólo podía nacer del amor, del amor a un alguien o del amor a un algo, pero del amor al fin y al cabo, y que cuando no había amor las palabras se anulaban y los silencios también. Dijo que parte de su amor huyó con cierta mujer y que entonces ese vacío lo orillaba, en ocasiones, a pensar en la posibilidad de la muerte. Un sujeto que se reconoce vulnerable, es porque tiene seguridad en sí mismo y una personalidad firme.
Luego sacó unas hojas maltrechas de dentro su morral, las puso entre sus manos y comenzó. Los demás lo escuchábamos atentamente mientras él leía con intensa emoción uno de sus relatos, inédito dijo, y que tenía como protagonista a un puto ficho de la ciudad y sus anécdotas nocturnas con los ocasionales clientes de carros también fichos, para que todo haga juego pues.
Mientras él hablaba, yo oía y continuaba como con la vista hipnotizada por la forma y el movimiento de sus manos, cuando pasaba de una hoja a otra. Esa noche me sentí el protagonista de la historia que “el escritor” leía, me sentí ese puto ficho que deambulaba en las tenues noches arequipeñas con la infaltable chompita roja y que esperaba en los lugares estratégicos, que se daba el lujo de escoger a sus clientes y que únicamente subía cuando la voz y el rostro de dentro del carro caro le eran atractivos.
Cuando concluyó su lectura, saltaron los aplausos, el amasijo de leguleyos no pudo hacer más que rendirse ante el talento y fue entonces cuando caí en cuenta de que el único que no aplaudía era yo, no porque no quisiera hacerlo sino porque no podía. Estaba bastante ocupado viendo unas manos perfectas y sintiéndome más hombre que nunca.
Fuente: Revista Contranatura.
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