Por Rafael González
Un cuento, una novela, la noticia del atentado contra las Torres Gemelas, el diario de Ana Frank, un corto... se diferencian en muchas cosas, pero hay algo que los vincula: cuentan historias. Unos (el cuento, la novela, el corto o el largo, la obra de teatro) cuentan una historia de ficción, es decir, algo que, salvo excepciones, no ha sucedido en la vida real tal como se cuenta en el texto pero quiere pasar ante los ojos del lector y del espectador como realmente real, sobre todo verosímil; el periodismo, las memorias, los diarios, la biografía... –si son honrados– querrán, por el contrario, atenerse a la verdad, a lo que realmente sucedió, de la manera más fiel posible.
Cuando se trata de contar una historia tal como ha sucedido, como debe hacer el periodista, el biógrafo o el memorialista, el problema de encontrar la idea germinal desaparece; sin embargo, ése es uno de los asuntos principales al abordar la creación de historias de ficción. Es, como decía antes, una de las cosas que más preocupa a quienes quieren iniciarse en la actividad de contar historias: pero de dónde salen las ideas para comenzar a escribir. Patricia Higsmith –la autora de Extraños en un tren, que Hitchcok convirtió en una magnífica película, o de El amigo americano– tenía una buena respuesta.
1. De dónde salen las ideas
“Es imposible quedarse sin ideas; éstas se encuentran en todas partes”, decía Higsmith. “Probablemente en todo hay el germen de una idea: en un niño que cae sobre la acera y derrama el helado que lleva en la mano; en un señor de aspecto respetable que está en una verdulería y, furtivamente pero como si no pudiera evitarlo, se mete una pera en el bolsillo sin pagarla; o puede estar en una breve secuencia de acción que se nos ocurre inesperadamente, sin que hayamos visto u oído nada que nos la inspire. Así pues, los gérmenes de los que nace una idea para un relato pueden ser pequeños o grandes, sencillos o complejos, fragmentarios o bastante completos, quietos o móviles. Lo importante es reconocerlos cuando se presentan. Yo los reconozco gracias a cierta excitación que siento enseguida”. Eso, esa capacidad de descubrir el germen de una historia en algo que aparentemente sucede sin ningún tipo de trascendencia, también le parece a Stephen King el rasgo más definitorio de un contador de historias: “El trabajo del narrador –dice– no es encontrar una idea, sino reconocerla cuando aparece”. Él, por ejemplo, reconoció la idea que encendería la creación de una de sus más conocidas novelas, Carrie –también llevada al cine–, en un baño femenino y ante una máquina expendedora de compresas Támpax, no me pregunten por qué.
Hay una idea que tiene que quedar muy clara cuando comenzamos nuestro trabajo creativo en el ámbito de la ficción: todo es contable, cualquier historia se puede narrar, cualquier historia puede atraer la atención del lector; el único truco para conseguirlo es contarla con interés, para lo cual es imprescindible el conocimiento de la técnica: el dibujo de los personajes, la elección del mejor punto de vista, la creación del ambiente, la construcción de la intriga... Giovanni Papini creía que “Si un hombre cualquiera, incluso el más vulgar, supiera narrar su propia vida, escribiría una de las más grandes novelas que jamás se hayan escrito”. Por tanto es preciso conocer bien esa carpintería que permite ensamblar todos los elementos que componen el relato sin que quede el más mínimo resquicio por el que el interés del lector/espectador pueda fugarse. Y otro mandamiento más: es imprescindible desechar la excusa (pésima, por otra parte) de “No se me ocurre nada”, que únicamente esconde cansancio, falta de ánimo, holgazanería... Contra esa flojedad también existen los remedios (trucos, consejos, disparadores o como se les quiera llamar) que veremos más adelante; pero tal vez el mejor consejo que puede darse –al menos el primero– sería: para empezar hay que ponerse las cosas fáciles. Muchas personas comienzan o quieren comenzar su labor creativa invocando temas tremendamente vastos, casi inabarcables, sobre los que se han escrito millones de páginas y aún se podrían escribir millones más; consecuencia: la labor resulta agotadora, frustrante. No es buena idea plantearse escribir sobre la Vida, o la Muerte, o el Amor, o la Paz, o la Libertad, así, con mayúsculas y en abstracto; es mucho más razonable contar lo que sentimos el día que nos descubrimos la primera cana (y levantar una historia a partir de aquella experiencia: cómo nos dimos cuenta, qué sentimos al encontrarla, a quién se lo contamos y qué nos dijo...) que intentar escribir la novela definitiva sobre la Vejez, sobre el Paso del Tiempo. Así mismo, algo que nos haya sucedido más o menos recientemente puede ser un buen generador de un relato; basta con empezar a contarlo y, poco a poco, hurgar en él: quizá todo podría haber acabado de un modo mucho más excitante que en la vida real, o puede que el final real hubiese merecido un comienzo totalmente delirante, o tal vez ni el principio ni el final de eso que nos sucedió cualquier día estuviesen a la altura de lo que ocurrió de por medio.
Sea como fuere Teresa Imízcoz, en un muy recomendable libro titulado Manual para cuentistas, advirtió “Da igual lo que se cuente. Lo que importa es que el lector se dé cuenta de que, sin la lectura de ese relato, se habría perdido una mirada al mundo distinta de la suya”.
2. Fuentes de la creación
Por tanto, ya tenemos fijado el primer filón fundamental para la obtención de ideas que, convenientemente traspasadas al folio mediante los procedimientos técnicos debidos, acabaran convirtiéndose en cuentos o cortometrajes, en novelas o largos: la vida. “La raíz de todas las historias –suele decir Vargas Llosa– es la experiencia de quien las inventa, lo vivido es la fuente que irriga las ficciones. La invención químicamente pura no existe en el dominio literario”. A Vargas Llosa le gusta comparar al escritor con un catoblepas, ese animal imaginario, con cuerpo de búfalo negro y cabeza de cerdo cuya mirada mata, que, cuando no tiene con qué alimentarse, se devora a sí mismo empezando por las patas delanteras; para Vargas Llosa el escritor también hace eso: se alimenta de sí mismo –de su experiencia, de cuanto le sucede u observa– para ser lo que es, un inventor de historias que están ahí, al alcance de todos, esperando a que alguien –el narrador, como decían Patricia Higsmith y Stephen King– se dé cuenta de que son ideas perfectas para acabar siendo leídas por alguien, vistas en cualquier cine, cualquier teatro.
Pero aún quedaría por explotar otro filón extraordinario de ideas: los libros. Gracias a ellos un señor manco acabó escribiendo la historia de un tipo al que se le secaba el cerebro por leer novelas de caballerías y se convertía en un ridículo caballero andante en el tiempo en que los caballeros andantes ya eran agua pasada. Cervantes no habría escrito jamás esa novela de no ser él mismo lector de relatos de caballerías; y en alguna de aquellas lecturas debió de encendérsele la chispa y descubrir el juego que acabaría convirtiéndose en la mejor novela de todos los tiempos. Otro de los grandes, García Márquez, también sabe que es eso de sentir la –digamos– inspiración entre las páginas escritas por otros: su primer cuento, “La tercera resignación”, nació tras la –para él– impresionante lectura de La metamorfosis de Franz Kafka.
3. Algunos trucos para disparar la imaginación
Pero sí, pese a lo dicho, sigue siendo un problema encontrar una buena idea para empezar a escribir, aún queda una solución de urgencia. Unos los llaman trucos, otros consejos, otros disparadores. A mí me gusta lo de trucos porque, aunque suene cursi, la literatura se parece a la magia, lo es, y un escritor es también un mago. Los que siguen son, pues, cuatro o cinco trucos, o seis, para despertar la imaginación, para dejar sin argumentos a aquellos que estén pensado en argüir otra vez esa mala excusa: “Es que no se me ocurre nada”.
El primero tiene que ver con Borges y una palabra, inolvidable. Así escribió Borges uno de sus mejores relatos, “El zahir”: hurgando en esa palabra, intentando profundizar en ella hasta descubrir qué podría querer decir realmente, como si no le convenciera la definición del diccionario. Se trata únicamente de intentar ejemplificar con una historia el significado que para nosotros debería tener uno de esos términos que todos utilizamos más o menos, pero quizá sin saber muy bien qué significa, seguro que sin haber pensado jamás que él también puede llevar colgada una historia a sus espaldas.
El binomio fantástico, el segundo truco para convocar a la imaginación, tiene padre: Gianni Rodari, autor de la Gramática de la fantasía. Rodari propone la relación entre un par de términos o conceptos para descubrir la historia que pueda generar dicha relación. En ocasiones surgen propuestas de arranque de la historia, que, al menos a priori pero conviene no descartar sorpresas, pueden resultar poco sugerentes, como “La mesa y la casa” o “La niña y su perro”; aun así el truco es válido puesto que sigue propiciando que el alumno estruje su capacidad de inventar. En todo caso, siempre se pueden lanzar propuestas algo más arriesgadas: ¿qué historia podría surgir de la relación entre un pigmeo y la Fontana de Trevi, pongo por caso; o entre una foca y el reloj de pulsera de mi padre?
Otra propuesta es la denominada hipótesis fantástica, y consiste esencialmente en plantear suposiciones sobre los asuntos más diversos, muchos de los cuales pueden tener que ver con la propia vida del alumno.
Qué hubiese pasado si su padre fuese torero, en vez de informático; o si cierta noche hubiese salido de marcha, en vez de haber ido al cine; o si, como se plantea en muchas películas, hubiésemos cogido el sendero de la izquierda en vez del de la derecha. Como decía Novalis, “Las hipótesis son redes: lanzas la red y, tarde o temprano, encuentras algo”. Hace algún tiempo apareció un anuncio en prensa que utilizaba una técnica similar: “¿Te imaginas vivir sin...?”, y planteaba una sucesión de productos sin los cuales nuestras vidas serían, por lo menos, distintas: “Té, chocolate, café, kleenex y celo; fregonas, plásticos y butano; bikini, futbolines y vaqueros...”. Yo, por ejemplo, no me imagino la vida sin chocolate –me refiero al que se come–, y seguro que, poniéndome a ello, podría imaginar una historia, no sé si mejor o peor, para demostrar que el chocolate es un elemento básico en nuestras vidas, al menos en la mía.
También adentrarse en una imagen puede dar buenos resultados a la hora de encontrar gérmenes para inventar. Toda imagen puede evocarnos algo, bien en su conjunto o bien alguno de los elementos que fija. Un buen ejercicio consiste en plantear un severo interrogatorio sobre lo que, a simple vista, se observa en determinada fotografía o cuadro o dibujo: qué personajes aparecen, qué están haciendo, por qué lo hacen, dónde se encuentran, de qué estarán hablando... Lo importante es desparramar el mayor número posible de hipótesis que la imaginación de los alumnos sea capaz de plantear; en última instancia se tratará de decidirse por alguno de los muchos cabos sueltos que hayan quedado por ahí, y empezar a contar. A García Márquez el truco le ha solido dar buenos resultados: “Yo siempre parto de una imagen”, dice; y así escribió el que él mismo considera su mejor cuento, “La siesta del martes”: “Surgió de la visión de una mujer y una niña vestidas de negro y con un paraguas negro caminando bajo un sol ardiente en un pueblo desierto”. La hojarasca, una de sus propias novelas, tiene así mismo su origen en otra imagen, la de “un viejo que lleva a su nieto a un entierro”, y el punto de partida de El coronel no tiene quien le escriba fue “la imagen de un hombre esperando una lancha en el mercado de Barranquilla. La esperaba con una especie de silenciosa zozobra”. Por fin, la primera idea que tuvo para escribir su mejor novela, Cien años de soledad, “fue la imagen de un viejo llevando a un niño a conocer el hielo [...] una curiosidad del circo, porque el pueblo era terriblemente caliente, y el hielo venía como venía un elefante o un camello”.
Por supuesto que se podrían citar otros muchos disparadores o trucos o simplemente juegos, hay tantos como se quieran imaginar. Muchas noticias de periódico encierran ideas magníficas para convertir en un cuento o en el guión de un cortometraje (y si no que le pregunten a Muñoz Molina cómo se le ocurrió su estupendo cuento “La colina de los sacrificios”), también muchas citas más o menos famosas, incluso simplemente algo que alguien dice a nuestro lado, aunque ese alguien no sea en absoluto célebre. Sólo se trata, como decían –y regreso una vez más a ellos– King y Higsmith, de reconocer la validez de la idea, y enseguida ponerse a cincelarla para descubrir la historia que lleva dentro. Es un trabajo laborioso, debe serlo; pero también, y lo digo por propia experiencia, absolutamente apasionante.