Acá un cuento de uno de los asistentes al Taller Presencial de Escritura Creativa que estamos dictando en el Centro Cultural Peruano Norteamericano de Arequipa (CCPNA) desde el 15 de febrero de 2012.
Por: Francisco Javier
Recuerdo muy bien esa mañana en que mi dueño me cogió con demasiada fuerza. No es que en mi oficio las cosas fueran suaves, cómodas y se me tratase con cariño, pero la rudeza de sus movimientos, su mirada fija y pulso acelerado, me hicieron notar que ese día algo no andaba del todo bien. Su rostro, normalmente apacible y con esos ojos risueños bajo sus pobladas cejas, mostraba un ceño fruncido y una mirada hundida contra el piso.
Puedo decirles que aquel hombre se caracterizaba por dar un trato excelente a todos los clientes, era respetuoso y amable, incluso en sus mejores días bromeaba con ellos y se canjeaba algunas amistades. Sin embargo —como repito— aquel día estaba extraño: casi ni respondía los saludos y, si acaso lo hacía, era de mala forma o demostrando impaciencia.
Yo podía observarle desde mi lugar de trabajo, donde había sido abandonado luego de una faena agotadora. Estaba a su servicio entre diez y doce horas diarias, menos los domingos, que nuestro negocio cerraba pronto a falta de clientes. Contra lo que puedan pensar, disfrutaba mucho de mi trabajo. Disfrutaba la sensación de sentirme útil para algo, y de poder cumplir con las exigencias —que no eran pocas— de mi labor. Porque cuando no se está de faena, ni se imaginan lo aburrido que es ser un cuchillo.
Pero no se crean que soy un cuchillo cualquiera. No soy un delicado cuchillo de mesa, o uno de esos amanerados que sólo sirven para untar mantequilla o pelar frutas. Soy un cuchillo fuerte, con un mango de madera firme y una hoja que —todo hay que decirlo— está lo bastante afilada como para cortar kilos y kilos de carne durante el día. Soy, pues, un cuchillo de carnicería.
En la tienda había otros como yo, más viejos y desgastados por años de faenas, con las hojas sueltas y los mangos destruidos, que fueron desplazados a los bordes de la mesa de trabajo, donde eran utilizados ocasionalmente. A veces imagino que todo sería mucho más aburrido si fuera como ellos, utilizado sólo por algunos minutos al día para luego volver a estar completamente estático, inmóvil e inerte.
Durante mis interminables horas de inamovilidad traté de buscarle otro sentido a mi existencia, pero siempre concluía que hay otros objetos que tienen una vida aún más triste y monótona. Creo que sería peor ser una cucharilla de té, ¿verdad? Es por ello que no deseo contarles los aspectos negativos de mi existencia, pero sí la historia del día en que mi vida cambió para siempre.
Mi dueño bajó las persianas metálicas de la tienda poco después de las seis de la tarde, al tiempo en que el sol se ocultaba en el horizonte. Aseguró con un candado la puertecilla de entrada y cruzó una viga de acero detrás de la misma. Continuaba con el ceño fruncido que observé en la mañana y esa mirada que reflejaba que algo atormentaba su mente.
Se quitó el delantal blanco, que terminaba siempre de color rojizo, y lo tiró al suelo con desgano. Cogió la silla que había detrás del mostrador para embutidos, la llevó hasta el centro de la tienda y se dejó caer pesadamente sobre ella. Sacó del bolsillo de su camisa una cajetilla de cigarros y encendió uno. Otra señal de que algo andaba mal, ya que hacía mucho tiempo no le veía fumar.
Cuando el cigarro estaba a la mitad, consumido más por su propio fuego que por las piteadas que recibía, el teléfono de la tienda sonó. En la penumbra me pareció ver que los ojos de mi dueño se enrojecían de rabia, lanzó el cigarro al suelo, lo pisoteó con furia y se puso de pie.
— ¿Qué es lo que quieres? —dijo luego de ponerse el auricular en la oreja derecha.
En ese momento me habría gustado ser el teléfono para conocer los detalles de la conversación, pero tuve que conformarme con oír lo que podía desde mi posición.
—No pienso seguir cediendo ante ti o cualquiera de tus amigos extorsionadores —repuso con voz firme a su interlocutor—. Tus cupos y tus amenazas me tienen sin cuidado. Si lo deseas, ya sabes dónde encontrarme.
Colgó el teléfono de un porrazo. Su rostro estaba lleno de sudor, sus labios resecos como si no hubiese probado agua en días, y los latidos acelerados de su corazón parecían hacer eco en toda la tienda. Se quedó parado allí por un buen rato, como si de pronto él también se hubiese convertido en un objeto sin vida.
Al momento se oyó el ruido de un auto deteniéndose frente a la tienda. La luz de los faros se colaba por debajo de la puerta. Más ruidos. Ahora eran pasos, pasos de varios hombres, sin duda. Golpes en la puerta y gritos.
—De una forma u otra nos vamos a cobrar ese dinero, imbécil. ¡Sal ahora o entraremos! —se oyó desde la calle.
Vi sus ojos girar hacia mí casi instintivamente. Me cogió por el mango y me presionó con fuerza. Sus manos sudaban tanto o más que su rostro. Sus pupilas estaban dilatadas y podría jurar que le zumbaban los oídos.
Una sombra se movía por la ventana que daba a la calle. Mi dueño vaciló por un momento, pero luego dio un brinco y se paró junto a la ventana, agazapado junto a la pared, esperando que pase lo que pasó. Un tarro metálico lleno de basura hizo estallar la ventana en pedazos y rodó hasta la mitad de la tienda.
Al instante, un hombre se deslizó por la abertura hacia adentro. Aguantando la respiración y con un movimiento rápido, mi dueño cogió al intruso por detrás y luego, con una fuerza que le desconocía, me clavó contra su pecho. Casi la totalidad de mi hoja se enterró en ese cuerpo, que se estremecía perdiendo la vida poco a poco.
Cuando nos dimos cuenta ya era muy tarde. Otro sujeto nos apuntaba desde fuera de la tienda con un arma y disparó tres veces. La primera bala destruyó el mostrador, pero las siguientes atravesaron la pierna y abdomen de aquel hombre al que yo había servido por tanto tiempo, lanzándolo contra el piso, que lentamente fue tiñéndose de un rojo escarlata profundo.
El sujeto, aún con la pistola humeante en la mano, ingresó por la ventana y lo remató de un disparo en la cabeza, mientras hacía una mueca de asco. Luego comprobó que el cuerpo de su amigo tenía menos vida que el mío y le cerró los ojos con la palma de la mano. Antes de irse, se fijó en mí por un instante, como si acabara de ver un objeto extraño y no un simple cuchillo manchado de sangre. Me levantó, me observó con detenimiento, cubrió mi hoja con un pañuelo y me guardó en el bolsillo de su casaca. Dio media vuelta y se fue en silencio, tal y como había entrado.
Fue así que dejé mis faenas de diez o doce horas en la carnicería y me convencí de que mi existencia no sería aburrida nunca más. Sólo espero que mi nuevo dueño me deje probar, aunque sea una vez más, el calor de la sangre de un cuerpo vivo, esa sensación tan desconocida para mí, que muy a mi pesar, tengo que decirles, me gustó.
______
Me gustó el cuento, tiene fluidez. Muy interesante el narrador-personaje.
ResponderEliminarSolo quisiera decir que me pareció excesivo el uso de la palabra "faena" (cuatro veces) porque podría haberse usado otra palabra; y que creo que al final, cuando dice "...el cuerpo de su amigo tenía menos vida que el mío..." en su lugar debería decir "...el cuerpo de su amigo tenía menos vida que el de mi dueño..." o algo por el estilo.
Felicitaciones, y sigue adelante.
Héctor Cornejo