1
No éramos una banda de delincuentes. Ni siquiera éramos una pandilla de
malandrines. Éramos simplemente nosotros: los ingobernables…
2
Cuando nos cruzamos por primera vez, en los estrechos pasajes de Pompeya,
supimos que pertenecíamos a la misma estirpe. Haraganes por vocación, nos unía
el lazo común de la indiferencia. Ayudar con las tareas de la casa o cumplir
los deberes del colegio no figuraba entre nuestras prioridades. Nos interesaban
otro tipo de detalles. ¿Soltera o divorciada? ¿Casa propia? A quién podía
importarle. A lo mejor algo no funcionaba bien en nosotros.
Grandes conversadores, no éramos. Guapos, que digamos, tampoco. Corpulentos
o fortachones, ni en broma. Y carro, no teníamos. Adolecíamos por completo de
disciplina. No respondíamos a la imagen de jóvenes dinámicos, graduados con
honores, entrando temprano a engrosar las filas de la fuerza productiva. Muchos
nos señalaban como vulgares y malogrados.
3
Nuestras casas formaban parte de un conjunto habitacional construido bajo
el concepto de viviendas unifamiliares de interés social. Agrupadas en
manzanas, se identificaban con una letra del alfabeto. Podían tener una o dos
plantas, patio y jardín, o sólo uno de ellos, dependiendo del modelo. Cada
unidad llevaba un número. Las calles estaban bautizadas con nombres de flores y
pueblos norteños. Llegar a una urbanización como Pompeya, ubicada en el corazón
de la capital, representaba un símbolo de progreso para nuestros padres. La
mayoría proveníamos de viejos distritos, algunos de lejanas provincias.
4
Alguien había intentado sembrar rosas primero, luego geranios. Nada crecía
allí. Todo posible ornamento de jardinería rechazaba nuestra presencia o
sucumbía ante ella. Era un trozo seco de acera coronado por una banca de
cemento. Aunque para los vecinos fuera sólo un nido de pastómanos, para
nosotros era la Esquina
de las Estrellas.
De día constituía nuestro rutinario punto de encuentro, el escenario
natural de espontáneos desfiles de modas e improvisados concursos de belleza.
Cada vez que asomaba una buena hembra transformábamos la vereda en una
pasarela. Le cedíamos el paso como caballeros y nos convertíamos en miembros
del jurado. Nos absteníamos de lanzar piropos; los considerábamos un signo de
manipulación barata. En su reemplazo, formulábamos serenas declaraciones
salpicadas de comentarios circunspectos. Luego aplaudíamos asignando un puntaje
valorado a las cualidades apreciadas. De ser el caso, vivábamos con júbilo. En
ocasiones abríamos el debate para resolver eventuales diferencias. Algunas
candidatas, muertas de vergüenza, apuraban la marcha, varias de ellas rozaban
el límite del bochorno, otras decididamente huían, y unas cuantas entraban al
juego, bajaban la velocidad para mostrar lo que tenían, y coqueteaban sin
falsos escrúpulos.
Por la noche el espectáculo devenía en algo similar a una función de cine
erótico. Mientras Belaúnde insistía en llamar abigeos a los asesinos de
personas inocentes en remotos caseríos de Ayacucho, nosotros buscábamos en
secreto a nuestra modelo. La espiábamos desnudarse frente a la ventana,
esperando la llegada de su gigantesco marido.
–¡Ropero! –le gritábamos al infeliz.
Sólo así, parapetados en los tupidos granados de nuestra guarida, nos
vengábamos del escarnio por dejarnos arrechos.