Cuando empiezas a escribir en primera persona, si las
historias resultan tan reales que la gente se las cree, los lectores pensarán
casi siempre que esas historias te sucedieron de verdad. Y es natural porque,
al inventarlas, hiciste que le sucedieran a la persona que las contaba. Si lo
logras, consigues que el lector crea que estos hechos le sucedieron también a
él. Y si eres capaz de hacerlo, empiezas a conseguir lo que pretendías, que es
construir algo que se convertirá en parte de la experiencia del lector y en
parte de su memoria. Habrá cosas que no notó al leer la historia o la novela,
pero que, sin que se dé cuenta, penetrarán su memoria y su experiencia, de modo
que pasarán a formar parte de su vida. Conseguirlo no es sencillo.
Aunque no sea sencillo, lo que sí es casi siempre posible
para los miembros de la escuela de detectives privados de crítica literaria es
demostrar que el escritor de ficción que escribe en primera persona seguramente
no ha hecho todo lo que ha hecho el narrador, o tal vez, nada. La importancia
que puede tener o lo que puede demostrar, más allá de que el escritor no carece
de imaginación o de inventiva, es algo que no he entendido jamás.
En los primeros tiempos en París, solía inventarme hechos no
sólo a partir de mi propia experiencia, sino de las experiencias y el
conocimiento que tenía de mis amigos y de la gente que conocía o que me habían
presentado y recordara, que no fueran escritores. Siempre tuve la suerte de que
mis mejores amigos no fueran escritores y de haber conocido a mucha gente
inteligente que sabía expresarse muy bien. En Italia, cuando estuve allí
durante la guerra, por algo que hubiera visto o me hubiera sucedido a mí,
descubrí cientos y cientos de cosas que le habían sucedido a otra gente que
había vivido la guerra en todas sus fases. Mis pequeñas experiencias me
sirvieron de guía para saber si las historias eran verdaderas o falsas, y
resultar herido fue un santo y seña. Después de la guerra pasé mucho tiempo en
19th Ward y otros barrios italianos de Chicago con un amigo italiano al que
había conocido en el hospital de Milán. Entonces era un joven oficial y había
resultado herido de gravedad en varias ocasiones. Había ido desde Seattle,
creo, a Italia para visitar a su familia, y cuando Italia entró en guerra se
ofreció como voluntario. Éramos muy buenos amigos y él era un narrador excepcional.
En Italia conocí también a muchos miembros del ejército
británico y de su servicio de ambulancias. Mucho de lo que más adelante inventé
al escribir lo aprendí de ellos. Durante muchos años, mi mejor amigo fue un
joven soldado profesional británico que en 1914 había ido de Sandhurst a Mons,
y que había servido con las tropas hasta el final de la guerra en 1918.